Preparaos, legumbres del mundo, ¡que os vamos a fermentar! Es mucho más fácil de lo que parece, y muchísimo más beneficioso para nuestro organismo de lo que cabría imaginar. Y merece la pena, aunque solo sea por variar un poco y ampliar nuestro horizonte culinario de aromas y texturas. Y te lo explicamos rápido y fácil en este post.
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Y mira aquí la receta de falafel con yogur casero que elabora con garbanzo crudo fermentado…
Fermentación de legumbres: la teoría (y las ventajas)
¿Sabes por qué la fermentación es una de las técnicas culinarias más ancestrales y utilizadas del mundo mundial? Principalmente por dos razones: facilita la asimilación de nutrientes y es una buena forma de conservación. Con el añadido de que es una de esas “magias” que pasan solas en la cocina…
En párrafo corto, la fermentación no es más que la transformación de los azúcares de los alimentos en alcoholes, ácidos y similares. Y aunque el ser humano y nuestros microaliados lo hemos fermentado casi todo, a la mayoría nos suena raro pensar en legumbres fermentadas…
No debería, si nos ponemos teóricos. Las legumbres no dejan de ser semillas, y como tales cuentan con sistemas de defensa para cumplir su función reproductora: están cargaditos de antinutrientes, que no son sino inhibidores enzimáticos que las hacen difíciles de digerir.
Así, cuando fermentamos semillas (cereales, legumbres) estamos haciendo un proceso de “predigestión” que, a efectos prácticos, nos facilita la absorción de nutrientes de los alimentos, nos permite tener digestiones menos pesadas y, de paso, enriquece nuestra microbiota. No está mal para un plato de garbanzos…
El remojo es mucho más que el remojo
A poco que hayas entrado en una cocina, sabrás que una de las claves de su cocinado es el remojo. Pues bien, resulta que el remojo (que los modernos llaman “activación”, y con razón) no deja de ser algo así como un primer paso hacia la fermentación.
De hecho, es la forma más natural de fermentación: a pelo. Las bacterias, levaduras y mohos que queremos están en el aire (pasa como con la masa madre del pan). Si creamos un ambiente propicio para que críen no hará falta nada más. Ese ambiente significa comida (la legumbre), medio acuoso (el agua) y temperatura adecuada (18-30 grados).
El principio es que el agua “engaña” a las semillas, que se creen que ven a germinar las pobrecitas (y lo harían, si no nos las comiéramos antes…). Así se empiezan a desactivar los antinutrientes. En esta activación el tiempo va de 24 a 72 horas aproximadamente, cuando descubriremos las señales de la fermentación: al ojo, agua algo turbia, pequeña película, burbujas.; a la nariz, olor a fermentado (levadura, húmedo, ácido…), pero no a podrido.
La clave: el agente fermentador
Pero como en cocina vamos siempre con prisa, usamos un agente fermentador. Es lo que se llama inoculación: Metemos “los bichos” en el remojo para acelerar el proceso. La forma más segura de conseguirlo es emplear líquidos fermentados ricos en “los bichos”; podría ser yogur, kéfir de leche o de agua, kombucha, vinagre vivo o cualquier otro líquido donde se haya producido una fermentación láctica o acética.
Y es tan sencillo como incluir un chorro de ese líquido en el agua de remojo. Es importante que el agua sea lo más limpia posible (filtrada, mineral, etc.) y que sea abundante (recuerda que la legumbre crece bastante al remojarse). Tapamos con un lienzo por cuestión de higiene, dejamos en un lugar templado, y en unas 12-36 horas deberíamos ver los resultados.
¿Cómo saber cuándo la legumbre está ya fermentada? Primero, ten en cuenta que no pasa nada si fermentamos “de más”, simplemente obtenemos sabores más fuertes; pero no te recomendamos superar las 36 horas porque se dificulta la cocción. Segundo, busca las pistas de germinación y aromas a fermentación que mencionábamos antes.
Si te gusta este tema…
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